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¿Qué hacer con los refugiados cuando se acabe el buen rollo, la paciencia o el dinero?

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Aplaudo la actitud de tantos europeos que han procurado una cálida bienvenida a los refugiados sirios. Celebro que los primeros conatos xenófobos en Alemania hayan sido sobrepasados por una ola de solidaridad y simpatía. No encuentro más que palabras de apoyo para todas las iniciativas que prestan ayuda desinteresada a las víctimas de la guerra, la exclusión o la injusticia. Ahora bien: ¿alguien cree que esta situación puede mantenerse indefinidamente en el tiempo?

Porque esa es la cuestión, no nos engañemos. Los sirios han escapado de la barbarie porque necesitan vivir en paz. Y vivir en paz, una vez conjurado el peligro inmediato, significa trabajar, comer, relacionarse, educarse, cuidar la salud, ejercer derechos básicos, progresar… ¿puede Europa proveer todo eso?

Por supuesto que sí. Ya lo ha demostrado con millones de inmigrantes que se han establecido con éxito en nuestras fronteras.

¿En un año, en dos?

Por supuesto que no.

¿A decenas de miles de inmigrantes? Ni con sus mejores intenciones. Ni Europa ni ningún país del mundo, por muy rico que sea.

Ningún líder lo reconocerá en público. Al menos ahora. Pero cuando los refugiados se harten de estar concentrados en un campo de refugiados, querrán salir por las buenas… o por las malas. Pensémoslo un momento, porque resulta lógico. A nadie le gusta vivir en una jaula, por muy digna que tratemos construirla para ellos.

Ante la gran crisis de la migración siria, y antes las muchas otras mini-crisis que llevamos experimentando desde hace años, los ciudadanos y los políticos europeos hemos acertado más en la actitud inmediata que en las soluciones concretas a largo plazo.

Un inmigrante agradece el buen trato de su país de acogida, pero sobre todo agradece que le ofrezcan oportunidades para solucionar el problema que le hizo salir de su país, en muchos casos arriesgándose la vida.

Si Europa no se pone las pilas para combatir las causas del pavoroso atraso de sus países vecinos, millones de sirios, tunecinos, pakistaníes, senegaleses o mauritanos, entre otros, seguirán arriesgando sus vidas para llegar a Europa.

Muchos la perderán, pero muchos otros, muchos más, conseguirán su objetivo. Y una vez aquí, alojados en centros de internamiento, en casas particulares, en gimnasios o en iglesias nos harán una pregunta de cajón: ¿y ahora, qué?

Un techo, un café, una manta y unas galletas resuelven el problema urgente, no el importante.

Aparte de congraturlarse por la noble actitud de la mayoría de sus ciudadanos, ¿qué han propuesto los líderes europeos en los últimos años para afrontar las crisis migratorias?

Cuotas.

¿Qué han discutido?

El porcentaje de las cuotas. Cómo nos repartimos “el marrón”. Pero no he oído nunca a un líder decir: ¿qué medidas concretas debe adoptar Europa para que en esos países no se discrimine a la mujer, a los niños, al débil o diferente?

Tampoco debemos olvidar la estupidez de algunas políticas occidentales, como la que impulsó George W. Bush y secundó con entusiasmo Aznar en 2003, que contribuyeron decididamente a desestabilizar Oriente Medio.

No nos engañemos, repito: estamos ante un problema de colosales dimensiones, que se agravará en las próximas fechas por el más que probable efecto llamada. Un problema que, si se enquista en el tiempo, se convertirá en una bomba de relojería en el corazón de Europa.

Al tiempo.

@martinalgarra

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